LE DIJE «DALTON, ADIÓS ADIÓS»

LE DIJE "DALTON, ADIÓS ADIÓS" 1

Ya no relincha de gozo

Como cuando alguien

Lo acarició

Canción popular

Y como aquellos cuacos que amansaron los que a veces no saben. Que lo hacen las veces que no está pachona la agigantada luna (y que los dejan que nomas se andan tropiece y tropiece), algo similar empezó a atarantar en su andar, en aquél empezar de la maldita noche a mi Dalton.

No, tropezarse antes como matalote, no. Él jamás ¿Cuándo iba a ser, cuándo?

Era clarita la viniente fatídica noche. Ella empezando, nosotros terminando. Veníamos de arriar becerros al lado bajo, cuando la vereda de todos los días entre la galera y el potrero se me hizo de pronto un viro. Y una raya de verde y oscuro vi al caer sintiendo a de pronto un vértigo inesperado. Y recio, como un bulto de maíz que sorrajas al suelo, harto de irlo cargando, así se dejó caer mi Dalton al suelo. Por lao del caí yo, rodando; y casi encima del alambrado. A suerte tuve que fue nomás cerca que rocé al caer el tensado cerco ¡Ah! y  que traía puestos los guantes y la camisa parda gruesa.

¡Chinguente! Ya habíamos terminado, y en todo el día anduvo bien. No lo esperábamos cuando ya íbamos  llegando. No me espanté de la caída. Más espanto me dio al enderezarme, notar que mi Dalton boqueaba y boqueaba fuertemente retorciéndose como de a miles dolores por su cuerpo. Sin ambos entender lo que pasaba, en un ratito, la tierra dura y áspera como es en esta seca, hizo que se le pelara la piel de tanto, él, dolorido, contra ella restregarse por causa del malavenido dolor. Pero una cosa es que yo te cuente, Yaquesita, y otra que lo hubieras visto.  Un méndigo ratito, casi de en diez minutos, al golpetear con sus azotes al suelo la cabeza y se le pusieron los párpados de los ojos hinchados. El pobre, como queriendo ver su dolor, torcía su pescuezo pa atrás. Era mi amigo ahí sufriendo, y que comenzaba a morir. 

Yo vi, casi sentía su desesperación ¡Ay! cómo partió mi alma esa maldita impotencia de verlo a mi fiel compañero, como queriendo alcanzar para aliviarse con el hocico lo que le dolía y mataba lento dentro. Pero a los dos nos dolía, porque , lo que a él le mataba por dentro, lo sentía yo también en mi desesperación ¡Palabra! 

Yo entendí enseguida que llegaba el final, y, como si se marchitara una flor en mi pecho, tras los pataleos que daba, solo me quedaba decirle, entre chillando -te quiero- y  acariciarlo.  Sentí como cuchillos clavándose en mí, al mirarme él con sus ojos tristes negros. Y yo lloraba, y le hablaba y le decía  – ¡Dalton, aguanta, amigo! –  y lo sobaba.

Noté que poco a poco iba apalándosele la panza; y, para cuando estiró las patas como en convulsiones, más y más se iba entiesando poco a poco de todo su cuerpo ¡Ah! mi retinto definitivo, cómo a sus lomos arreamos las rejegas vacas.

Me recuerdo aquella vez en que nos conocimos. Él era todavía un potrillo, y malhumorado, dice Flaco, porque no dejaba agarrarse, y nadie, por mucho tiempo, más que yo, podía en el rancho montarlo. Flaco decía que era malo, Chico mentiras gritaba que era bravo; yo le decía mi retinto definitivo. Me acuerdo aquella vez que don Olegario (el gallo) quiso montarlo. Mi retinto se paró de manos y le pataleaba. No, no era brioso, ni bravo, ni malhumorado. Era categórico, difícil, sí, pero resuelto, arisco y decidido. Mi retinto definitivo. Pecaría si les dijera que yo lo amansé, porque no, él no me tocó a mí. En esos tiempos yo andaba por fuera en la universidad. Aunque en cuanto lo monté y comenzamos a trabajar juntos, como que nos entendimos. Me acompañó a todos lados, y éramos, a nuestro modo, Bucéfalo y Alejandro. Sí, porque en el trabajo nada de juegos, él iba a lo que iba. Y ahora, riéndome, me acuerdo cómo, si no se apuraban las vacas, yendo atrás de ellas, antes de que pudiera colearlas, él les pegaba una mordida para apurarlas. Sí, era muy entendido. Y no había otro igual pa cejar pegado a la cerca y evitar que se le escurrieran por un lado los becerros.

Mi retinto definitivo, Dalton, amigo, qué sin sentido quedó ahora el trabajo. La vida – y más en la noche, tú lo sabes, que de tanto estar conmigo- la llenábamos de poesías. Dalton, tantas veces que leía mi César Vallejo, y tú, arrimado al calor de la fogata, por un lado, eras cómplice para dejar de mascar y como ponerte quieto, tal como quien oye con atención aquellos versos ¿te acuerdas? Y hoy, qué ironía, el sentido que cobran esos versos “Hay golpes en la vida tan fuertes/yo no sé”. 

Sé que lo expresaba sin hablar. En sus resoplidos y su mirada penetrante me estaba diciendo adiós. Y todavía en su nobleza y lealtad amiga, a pesar de tanto dolor, hacía por levantarse entiesado y todo, destruido, para darme una última lección sobre caballos. Mi Dalton era mágico, pues en un cariñoso y definitivo rito equino de despedida logró levantarse, y ya ciego, me buscaba, acercando su cara a la mía como diciendo – ¡Amigo, ya me voy, espero haber trabajado bien! – ¡Y que si no!   Y que si no chillé en esa hora pues se me rajó el corazón en dos, cuando, dándole un beso en el lucero de su frente y acariciando por última vez su cuello, cayó para no levantarse jamás.  

¡Ay! y ahora, en que a pie voy por las veredas de la triste noche, vacío de galope el rancho porque moriste, no he querido en días ni meses para el trabajo subirme a otro caballo. Dejo la vaqueada y el arreo lo hagan los demás. Me puse mejor a chapear, componer cercas y en cosas que no haya de montar. Por las tardes-noches cuento mis pasos de regreso a la casa. El aire es pesado, se me gastan las botas, me arden los pies. No sé dónde han quedado mis acicates, ese trastazo que te avisaba mi llegar ¿Recuerdas?  

Esta noche nada se oye. Frente al corredor de la casa veo lo que se alcanza de la vereda que conduce a los potreros. Quedaron, para siempre, de ti marcados por todo el rancho tus firmes cascos como rastro. Ha de ser mediados de la madrugada. No se oyen pájaros nocturnos, ni grillos, ni ranas, ni coyotes. Nada.  Hay como un luto con su paz de resignación en la silente oscuridad. Pero Dalton, retinto amigo, definitivo, sé que una forma de tu presencia cabalga, allá afuera, cuando te siento en el perfume del viento pasar.

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