¿Qué es la poesía sino la siembra? es el hilo conductor de
Christian Leobardo, una siembra de palabras, cuya semilla es
el pensamiento atribulado, ya por una pasión amorosa, o por
la siempre ingrata penuria de la vida, el surco que se endurece
hasta la roca antes de ser destrozado por la voluntad del
hierro creador, que saca chispas al contacto con la realidad.
El auto poético -poiético- se autocrea y se recrea en la
palabra, en la imagen, en el pensamiento, en la interacción
con el otro y su circunstancia, justo como la semilla crea
fractálicamente un ser igual al que la precedió y que dará
otras semillas como ella misma, en la interacción con la tierra
y los elementos.
Así, Christian nos lleva por un paseo bucólico que es más
campesino que pastoril, más arraigado a la tierra que al
poblado, al cultivo que al ganado. El viaje comienza con una
reflexión, fiel a su formación filosófica, y una vez establecidos
los axiomas que circundarán su campo de labor, continúa con
un festejo a la vida campesina, al ambiente y sus neblinas, a
los almendros que lo entristecen o lo regocijan. Se deja llevar
por el influjo quizá de la tradición a cuestas del campo
veracruzano, matizado de historias antiguas y nahuales, para
saberse ave de cierta especie, la de poeta, y se lanza a volar
por la ciudades, por los pueblos, por los recónditos lugares de
que la poiesis exige ser sembrada, cultivada.
Y es en esa siembra, en esa labor en que se consuma la
transformación y la vuelta en espiral al inicio. Es entonces
que Leobardo se mete de lleno a la milpa de la reflexión
poética en clave filosófica o a la inversa, según se mire el
barbecho que dejan sus letras y según se degusten los frutos,
por sabidos, o por descubiertos a través de las matas que
nacen de sus versos-surco y ocupa las páginas en la pizca de
conceptos y redefiniciones, apreciaciones y palabras que
hibridan lo poético y lo filosófico, es decir, la poiesis en plena
germinación.
Para continuar con un ramillete de flores con espinas algunos
poetas que espigaron a la izquierda de la vida, de la
convicción, y ahí perecieron, Christian hace así su tributo
como dejando su atajo de poemas en un altar, serio, pero no
solemne, melancólico y amoroso. Y es en esta tesitura que se
aproxima a contemplar los campos y su flores, no ya aquellas
de la ofrenda, sino las que llenan la vista y el corazón con sus
fulgores, y lo devuelven a la vida, al gozo y sufrimiento, al
terruño extraño hecho propio por la vivencia, como la que
seguramente experimentó en algún probable viaje al bajío, en
“El Salto Jalisco, madrugada del 2 de febrero” donde se
funden el ambiente y su melancolía, y se hacen uno quien
habla y los árboles, sus sentimientos y su follaje. O en ese
momento casi autodefinitorio donde los pájaros morados
entreveran sus cantos con los versos deseados, y las gardenias
perfuman las mañanas, todas figuras que establecen un
ambiente que escapa del embellecimiento puro del lenguaje al
servir de escenario para la transformación del poeta en
campo sembrado de ilusiones, y convierte su corazón en
mazorca, que se desgrana ante el desconsuelo, que es tan
sentido que en un rapto se flagela y se compara con quien ha
sufrido la más relatada de las pasiones. Pasiones que
regresan del campo a reclamar su calle en Xalapa, para
rendir tributo y valerse de la ocasión de ser neblina y curar el
mal de amor con la travesura de un beso imaginado e
inocente.
Culmina la siembra poética de Christian Leobardo con
una cosecha de palabras que abandonar el verso -que no
la poiesis- por una prosa a la que se le ha hecho un injerto
de poesía y da frutos bastos.
Es entonces este poemario un discurrir de figuras,
metáforas e imágenes que fusionan la tarea del poeta
sembrador, campesino, milpa, trabajo dolorido y arduo
gozo en que se convierte el autor y nos convierte como
lectores. Es su forma recta, pero su fondo rizomático con
torceduras y enroscamientos como la raíz que le da vida,
lo nutre y lo hace posible.
Wulfrano Arturo Luna Ramírez
29 de octubre de 2023